“El epitafio no me importa” de Alberto Angulo (Leny Fernández)

En un extracto de esta película, el protagonista (y director), Alberto Angulo, intenta hacerse escuchar, como poeta, ante el público congregado en un parque limeño. Comienzan los primeros versos enrevesados, altisonantes, en su voz delgada. Tras la lectura de algunas hojas de papel arrugado, se escuchan ciertas risas, y los rostros denotan impaciencia. Alberto da vuelta a una carilla más, mientras los aplausos aparecen, para hacerle saber que ya no desean oír las palabras que escapan de su boca. El joven se agita y apura las estrofas, pero aún persisten los aplausos, esta vez acompañados de abucheos. El recital finaliza de forma abrupta, mientras el rumor burlón cede paso a carcajadas cada vez más sonoras.

El epitafio no me importa se acerca a la desbordada personalidad de Angulo -poeta con varios libros inéditos, y cinéfilo con especial afición por el horror- a través de un episodio romántico fallido, que lo marcó de forma definitiva. Es así que conocemos, por boca del propio protagonista, de una supuesta conspiración que lo separó de quien él llama “su alma gemela”. El relato se matiza con la lectura de versos enfebrecidos y algunos insertos de su interactuar con familiares y amigos.

Uno de los aspectos que convierte, a este documental, en una pieza fascinante, es la manera en que lo narrado por el personaje parece perderse en un entorno urbano siempre apabullante, indiferente. La cámara refuerza esta sensación con encuadres de los que Alberto se apodera solo en parte, en lucha permanente con ese lente inquieto, incapaz de prestar atención a su discurso, mientras la ciudad no cesa de imponerse con sus luces, sus bocinas, sus chicas, y se traga esa voz que, por momentos, se oye desesperada. Es así que ese auditorio, ansioso por callar al poeta -el de la secuencia descrita líneas arriba-, se replica donde quiera que va.

La película se encuentra lejos de mirar por encima del hombro a su protagonista, o festinar las características del “héroe” hasta rozar la caricatura -a pesar que, en varios momentos, suscita más de una sonrisa en el espectador. Apuesta, más bien, por una mirada sin condescendencias, cuando permite que apreciemos cómo alguien le espeta verdades incómodas sobre sus supuestas responsabilidades. Es en este punto, incluso, en el que el lente deja vislumbrar un quiebre en esa infatigable vehemencia con la que el personaje se conduce. La chata cotidianeidad del día a día irrumpe, con tal contundencia, que amenaza el frenesí en el que se halla envuelto.

Asimismo, en El epitafio no me importa el autorretrato se completa -y complejiza- con la incursión en la casa familiar y una conversación-juego con su hija pequeña, ajena a ese manojo de emociones contradictorias que es su padre. El afecto dedicado a la niña, y las risas nerviosas, se entremezclan con extrañas alusiones a su condición femenina; mientras el registro desbocado y errático se apodera de la cámara.

No obstante, el momento más íntimo es aquel que se propicia hacia el final, cuando el protagonista se dirige a su “alma gemela”. La voz de Alberto se abre camino en un tono confesional y emotivo, quizás porque, esta vez, rechaza el protagonismo, y, como director, cede la imagen a una divertida fiesta de mujeres que es captada desde muy lejos. Mostrando ese pedazo de mundo al que no le es posible acceder, deja escapar reclamos; pero, también, un leve chispazo de claridad se hace presente. Pistas de una verdad que podría acabar con esa leyenda amorosa proclamada, especie de refugio o salvavidas que ha preferido abrazar con determinación.

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