Olvidos y negaciones: sobre un artículo de Martha Meier (Emilio Bustamante)

El último número de El Dominical de El Comercio está dedicado al arte y la violencia a veinte años de la captura de Abimael Guzmán. La directora Martha Meier publica allí un texto titulado “Terrorismo en pantalla“. En la nube del texto se lee: “La creación cinematográfica sobre la violencia desatada por Sendero Luminoso ha sido escasa. Es la valentía de una nueva generación que narra lo que los mayores olvidaron contar”.

Meier reafirma en el cuerpo de artículo que son las nuevas generaciones de cineastas “quienes empiezan a narrar con valentía los impactos del senderismo en la vida nacional”, y menciona a tres cineastas representativos de estas nuevas generaciones: Fabrizio Aguilar (Paloma de papel, Tarata), Rosario García Montero (Las malas intenciones) y Héctor Gálvez (Lucanamarca, Paraíso).  Señala:

“A diferencia de otros países desangrados por la violencia, en el Perú no se generó en este arte -básicamente monopolizado por una élite afincada en Lima- una tradición que recogiera ese terror. Si uno se basara en la producción cinematográfica parece que nada pasó, es como si se hubiera tratado de imponer el olvido y la desmemoria, ya sea por falta de perspectiva histórica, de coraje, o por intereses subalternos.”

Añade Meier que cuando los cineastas “mayores”  trataron la violencia terrorista lo hicieron “superficial y aisladamente”, y menciona a Francisco Lombardi quien en La boca del lobo habría hecho  “de las Fuerzas Armadas los villanos”, y a Chicho Durant, quien en Coraje habría narrado “anecdóticamente los últimos días de la lideresa popular María Elena Moyano”.

Las causas de esta supuesta ausencia del tema del terrorismo serían, según Meier: 1.  Lo complicado y oneroso que es producir una película en el Perú, lo que habría llevado a los cineasta peruanos “a desarrollar una perversa dependencia de fondos estatales e internacionales -altamente ideologizadas- que, en no pocos casos, han terminado por moldear sus propuestas”; y 2. La tardía asunción de la perversidad de Sendero Luminoso por los “cineastas provenientes de las canteras de la izquierda”.

La primera impresión que se tiene al leer el artículo es que Meier está mal informada. Desde mediados de la década de 1980 hasta el año 2000 fueron  numerosas  las producciones nacionales que se ocuparon de la violencia desatada por Sendero Luminoso, de manera directa o indirecta. Recordemos  a los largos: Malabrigo (1986) de Alberto Chicho Durant, La boca del lobo (1988) de Francisco J. Lombardi, Juliana (1989) del Grupo Chaski, Ni con Dios ni con el diablo (1990) de Nilo Pereira, Caídos del cielo (1990) de Francisco J. Lombardi, Alias La Gringa (1991) de Alberto Chicho Durant, La vida es una sola (1993) de Marianne Eyde, Sin Compasión (1994) de Francisco J. Lombardi, Anda, corre, vuela (1995) de Augusto Tamayo, Bajo la piel (1996) de Francisco J. Lombardi, Coraje (1998) de Alberto Chicho Durant, Mártires del periodismo: Uchuraccay (1999) de Luis E. Berrocal, Dios tarda pero no olvida (1997), Dios tarda pero no olvida II (1999), y  Sangre inocente (2000) de Palito Ortega Matute. Recordemos a los cortometrajes: Una pequeña mirada (1992) de Dany Gavidia, Enigma de Santos (1992) de Edgardo Guerra, La misma carne, la misma sangre (1992) y Kentishani y Shaavaja (1995) de Aldo Salvini.

Malabrigo toca indirectamente los temas de Uchuraccay y los desaparecidos; La boca del lobo trata directamente el tema de las matanzas producidas por fuerzas estatales en la zona de emergencia (se inspira en el caso Soccos); Juliana, a través de la ausencia del padre, remite al desamparo institucional; Ni con Dios ni con el diablo alude a los desplazados, denuncia la intimidación que ejercían senderistas en una comunidad y representa por primera vez un “juicio popular” que culmina con un bárbaro asesinato cometido por los subversivos; Caídos del cielo expresa la atmósfera de muerte que había en el país con la famosa frase de Don Ventura: “A veces parece que existen seres tocados por el infortunio para los cuales no hay ni habrá esperanza”;  Alias La Gringa alude a la matanza de los penales y da una imagen de los senderistas como dogmáticos e intransigentes, muestra al país entero como una prisión que va siendo tomada por fuerzas irracionales,  y toca indirectamente el tema de la emigración a causa de la violencia; La vida es una sola describe la destrucción de una comunidad por Sendero Luminoso y la odisea de una joven reclutada por la agrupación subversiva que, después, arrepentida, huye sin rumbo; Sin compasión se refiere indirectamente a los arrepentidos y defiende a instituciones como la policía y la Iglesia católica; Anda corre vuela muestra a una joven en peligro, acusada injustamente de senderista; Bajo la piel advierte sobre lo precario de una paz obtenida sobre la base de la mentira, las desapariciones y las tumbas sin nombre; Coraje adopta la estructura de una tragedia cuya protagonista no puede escapar a su destino y revela la crueldad de sus victimarios; Mártires del periodismo: Uchuraccay es una versión ayacuchana sobre aquel terrible episodio, Dios tarda pero no olvida, Dios tarda pero no olvida II y Sangre inocente reflejan el sufrimiento de quienes afrontaban el terrorismo de Sendero Luminoso y la indiscriminada represión militar desde el mismo Ayacucho.

Una pequeña mirada, con guión del poeta José Watanabe (también guionista de Alias La Gringa y Anda, corre, vuela) asume el punto de vista de una niña de los Andes  que huye de la violencia hacia Lima solo para encontrar el terror también acá, La misma carne, la misma sangre se refiere a través de la metáfora de dos siameses a un país dividido e invadido por las pulsiones de muerte, Kentishani y Shaavaja cuenta la aventura de un par de niños asháninka y un policía que tratan de sobrevivir luego de una sangrienta incursión senderista, y Enigma de Santos se centra en los remordimientos de un soldado que estuvo destacado en la zona de emergencia.

Algunas de esas películas (La boca del lobo, Alias La Gringa, Juliana) fueron, además, éxitos de taquilla, como Meier -aficionada al cine no tan reciente- debería recordar. No hubo pues tal ausencia del tema del “imaginario de los cineastas”, como afirma la articulista. ¿De dónde saca, entonces, la idea de que pareciera que “nada pasó” si revisáramos la producción cinematográfica peruana de las décadas de 1980 y 1990? ¿Quién es la desmemoriada y quién carece de perspectiva histórica?En su artículo, Meier esboza un eje donde se encuentran los “cineastas mayores” (que no habrían representado los años del terror, argumento que creo a estas alturas haber desbaratado) y otro donde estarían los “cineastas jóvenes” (que sí están tocando el tema en sus filmes). Los primeros son dependientes (de fondos estatales e internacionales que “en no pocos casos han terminado por moldear sus propuestas”), son “argolleros” (constituyen una élite monopolizadora del arte cinematográfico), son limeños o “alimeñados” (la élite está afincada en Lima), son cobardes (les faltó coraje para abordar el asunto del terrorismo), y son izquierdistas (“provenientes de las canteras de la izquierda”). Los jóvenes sería por oposición independientes, no argolleros, valientes y des-ideologizados.

Meier no solo ignora (o pretende ignorar) que los “viejos” cineastas sí hicieron películas sobre el conflicto armado interno en circunstancias en que era mucho más peligroso que ahora realizarlas (cobardes no son), sino que varios de ellos (Lombardi, Tamayo, Salvini, por ejemplo) están lejos de ser izquierdistas, aunque tampoco son de “derecha popular” (curioso rótulo evocador del fascismo al que recurriera la directora de El Dominical en un programa de televisión para definirse políticamente). Por último, Meier revela una limitada óptica limeña al no tomar en consideración a cineastas provincianos, como Ortega y Berrocal, que también dirigieron películas sobre la violencia política en el período 1980-2000.

¿Es Meier solo ignorante y desmemoriada? ¿Su entusiasmo por los cineastas jóvenes es sincero? ¿O intenta desacreditar a los “viejos” cineastas y negar lo que hicieron para que sus filmes sobre el conflicto armado interno no sean recordados ni vueltos a ver? ¿No será ella la que procura “imponer el olvido”? ¿No la animarán “intereses subalternos” (léase políticos e ideológicos) como los que quiere atribuir a los cineastas “mayores”? Las películas citadas de las décadas de 1980 y 1990 representaban  los acontecimientos que estaban sucediendo y enjuiciaban la acción terrorista de Sendero Luminoso, pero también -en muchos casos- las violaciones de los derechos humanos perpetradas por las fuerzas armadas y policiales. ¿No será esa postura abierta a la comprensión integral del conflicto la que quizá  perturba a Meier a tal punto de que pretendería eliminar de la memoria a los filmes que la asumieron?

Más allá de la dispar calidad artística de aquellas películas, su valor histórico es innegable, no solo por los acontecimientos que evocan y los puntos de vista aportados, sino porque además dan cuenta de ciertas sensaciones que embargaron a muchos peruanos entonces. El miedo al enemigo incomprensible, la percepción del lugar que habitábamos como maligno y amenazante, el peligro que significaba ser joven, el desamparo institucional, y un profundo pesimismo sobre el futuro, fueron algunas de las sensaciones que experimentábamos, y  que esas películas han recogido como huellas de una época. Son parte de nuestra memoria como país y no pueden ser negadas por cualquier articulista.

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