Balances del 16° Festival de Cine de Lima
Claudio Cordero, Juan Carlos Fangacio y Andrés Mego integraron el Jurado APRECI del reciente Festival de Cine de Lima, donde por decisión unánime otorgaron el premio al mejor largometraje de ficción a Post Tenebras Lux del mexicano Carlos Reygadas. A continuación, cada uno hace un balance de los filmes de la competencia oficial como del certamen en general.
Claudio Cordero
Ni el oasis de esplendor cinematográfico que promocionan algunos hipsters ni tampoco el bluff publicitario que denuncian sus detractores. El Festival de Lima alcanzó su décimo sexta edición con más aciertos que defectos, dejando detrás de sí una colección de recuerdos memorables y otros menos gratos. Su sola existencia es una prueba de resistencia, de tenacidad en apostar por el cine como un evento colectivo que debe ser experimentado en una sala a oscuras y rodeado de gente.
Sospecho que, de no ser por el Festival, estaríamos un poco más ensimismados en nuestras torres de videos piratas, en nuestra devoción por el cine de autor europeo y asiático, seríamos espectadores eternos y distantes de un proceso complejo del que solo vemos su resultado final. Pero el cine no son solo las películas, son también los conversatorios, los talleres, los encuentros y desencuentros. Si el objetivo inicial de sus organizadores era la creación de un espacio de intercambio cultural que girase alrededor de la industria cinematográfica en la región, no hay duda que llenó ese espacio. Todo indica que el Festival ya tocó su techo y difícilmente podrá expandirse o volverse popular, lo que no implica que sea obsoleto, que carezca de retos y ambiciones.
Las primeras ediciones del Festival -cuando aún se llamaba Encuentro Latinoamericano de Cine– fueron las más pobres cualitativamente pero, irónicamente, fueron las más importantes para medir su viabilidad. La entusiasta acogida de público selló el destino de la empresa pero también supuso la primera señal de alerta: ausencia de distancia crítica, celebración benevolente de cualquier película que, por ser de Cuba o Venezuela, era moralmente superior al cine comercial perpetrado por los norteamericanos. Esta visión simplista del mundo y del arte se apoderó del Festival de Lima hasta la mitad de la década pasada, cuando aún se celebraban las obras más discretas de Marcelo Piñeyro, Silvio Caiozzi y Bruno Barreto, entre otros dinosaurios del cine sudaca made for export. El Festival había fallado en reconocer las primeras obras del Nuevo Cine Argentino (las óperas primas de Lucrecia Martel, Pablo Trapero, Lisandro Alonso y Adrián Israel Caetano brillaron por su ausencia). También ignoró a ‘Japón’ (2002), del mexicano Carlos Reygadas, entre otras obras reveladoras que no fueron admitidas en la competencia oficial.
Afortunadamente, el Festival corrigió estas desatenciones y prácticamente no ha dejado de programar los largometrajes sucesivos de estos cineastas, a pesar de que ‘Los Muertos’ (2004), de Alonso, y ‘Batalla en el Cielo’ (2005), de Reygadas, fueron sesiones traumáticas para algunos espectadores poco o nada acostumbrados a propuestas tan radicales. Hoy es más difícil que un clásico del futuro -como la argentina ‘Los Labios’ (2010) o la chilena ‘Huacho’ (2009)- sea rechazado por los programadores, aunque -es inevitable- siempre habrá excepciones que lamentar. Está clarísimo que el Festival de Lima, no piensa sacrificar a su público más tradicional.
Posiblemente, el Festival de Lima nunca será identificado con la vanguardia como sí lo son BAFICI de Argentina y Valdivia de Chile, quienes se jactan (con razón) de apostar por los nuevos talentos; pero nadie podrá criticarles por homenajear a los gigantes históricos del cine latinoamericano, como los directores Jorge Sanjinés, Nelson Pereira Dos Santos y Patricio Guzmán. Después de todo, es el único festival de cine en nuestro país que está en condiciones de traer a los directores consagrados de esta parte del mundo, a una que otra estrella del cine internacional -inolvidables fueron las visitas de Isabelle Huppert, Bibi Andersson y Marisa Paredes. Por último, reconocer que el trato y las atenciones que reciben los invitados internacionales son dignos de envidiar por cualquier festival de la región, incluso entre aquellos que cuentan con más recursos económicos. Este detalle puede parecer anecdótico pero desde el punto de vista de la organización es un aval.
Juan Carlos Fangacio
Lo que más pude ver fue la competencia oficial de ficción, con títulos notables, algunos entusiasmantes, y otras verdaderas decepciones. Vale comenzar, entonces, con lo mejor que vi. Y no está en la competencia. Se llama Misterios de Lisboa y es la última película que dejó en vida el chileno Raúl Ruíz. Una historia de época monumental en la que, como dice el título, los enigmas se van resolviendo (¿realmente se resuelven?) calculadamente: cruzan generaciones, versiones distintas, mentiras, ensoñaciones, pero conservan su hálito de mito histórico, de intriga familiar. Lo maravilloso es que Ruiz, escondido tras esa apariencia clasicista, logra arrastrar varios de los temas recurrentes en su filmografía, sus fijaciones, e hipnotiza con una narración de 4 horas que nunca -insisto, nunca- pierde el ritmo.
Lástima que solo se proyectara una vez, en función matutina, razón por la que me perdí de ‘Litoral, cuentos del mar’, otra obra ruiziana de duración similar. El homenaje al chileno fue el gran acierto del festival, con título imperdible como ‘Tres tristes tigres’, ‘La hipótesis del cuadro robado’, ‘La comedia de la inocencia’ o el cortometraje ‘La maleta’, recientemente restaurado.
La segunda mejor cinta que pude ver fue, sin dudas, Post Tenebras Lux de Carlos Reygadas -premio APRECI a la mejor película de ficción-, que, aunque generó polémica como lo hizo en Cannes, resultó sin duda una apuesta para dar que hablar. Para mí, al menos, se trata de la obra más lograda del mexicano. No solo por su complejidad y atrevimiento, sino porque posee una belleza indiscutible y alcanza un nivel de reflexión humana que tantos cineastas ya quisieran rozar. No es, como acusan algunos despistados, una película de pura atmósfera. Quien sepa ver, que vea.
Ya que seguimos en la competencia, dos óperas primeras fueron particularmente estimulantes: la colombiana La Sirga (William Vega) y la brasileña Historias que solo existen cuando son recordadas (Julia Murat). Compararlas resulta interesante: ambas tiene como personaje central a jóvenes perdidas, cada una a su modo, dentro de un contexto difícil y tenso. Formalmente, también destacan por su cuidada fotografía y la importancia gravitante del paisaje. Pero lo que conviene resaltar es su capacidad de recrear un pequeño universo, muy localista, muy tradicional, sin tropezar con tópicos habituales. ¿Las despreciaría Pablo Stoll, con su habitual necedad, por pecar de ‘miserabilistas’? (A propósito, su película ‘3’, fue de lo más flojo en la competencia).
De la presentación peruana resalta, muy por encima del resto (y creo que allí existe consenso), Chicama de Omar Forero. Notable película del trujillano que emociona por su propuesta cinematográfica, pero también por su significado como producción de provincia. Un logro gigantesco que tendría que convertirse no solo en referente del interior del país, sino de tanto cineasta ‘ombliguista’ limeño.
Para cerrar, algunas menciones destacadas: la notable ‘Las horas del verano’, lo mejor del ciclo de Olivier Assayas. Los documentales ‘Escuela normal’ de Celina Murga; ‘Marker 72’ de Miguel Ángel Vidaurre; y ‘Carriere, 250 metros’, de Juan Carlos Rulfo y Natalia Gil. Y de la sección internacional, las superlativas ‘Le Havre’, de Aki Kaurismaki, ‘Una separación’, de Asghar Farhadi, y ‘Tournée’ de Mathieu Amalric. Afortunadamente, estas últimas se estrenarán (o ya se estrenaron) en el CC PUCP. No hay que perdérselas.
Andrés Mego
Algunos comentarios respecto a las dos películas peruanas que más sobresalieron en el reciente Festival de Lima 2012: “Cielo oscuro” y “Chicama”. Dos cintas que persiguen inquietudes narrativas, modos de producción y estilos actorales, prácticamente opuestos pero con resultados interesantes.
Por un lado tenemos Cielo oscuro, el debut en el largometraje de Joel Calero, un proyecto que tardó ocho años en llegar a completarse y que por fin está en cartelera. Una película que al principio puede dar la impresión de estar empeñada en lograr sintonizar con el público con su retrato del peruano promedio, su lenguaje acriollado y en un escenario popular: el emporio de Gamarra. Sin embargo, Calero no pretende hacer una historia cuya característica principal sea el “color local”, por el contrario, el “cielo oscuro” del título se refiere a una Lima opaca, cuyos habitantes malviven con su frustración a cuestas y sus emociones contenidas.
Toño, interpretado por Luis Cáceres, es el típico comerciante de Gamarra de mediana edad que se las arregla por sacar su negocio adelante y cumplir con la manutención de su hijo, fruto de una fracasada relación. Pronto sabremos que Toño sufre de celos que no es capaz de manejar. Es el “Otelo de Gamarra”, como diría su mejor amigo. Entonces veremos la debacle de su nueva relación con la joven aspirante a actriz, Natalia (Sofía Humala), cuyo pasado, entorno amical e incapacidad para lograr orgasmos con facilidad, hundirán a Toño en la paranoia de los celos e incluso la violencia.
“Cielo oscuro” es una película que se sostiene gracias a un guión esmerado y una cuidadosa dirección de actores. Hay un interesante contrapunto entre ese mundo exterior competitivo y caótico (Gamarra y sus emprendedores) y la pobreza del mundo interior de Toño, contaminado de desconfianza. Las escenas de frustrada intimidad entre Natalia y Toño, planificadas al milímetro por su director, están entre lo mejor de la cinta, porque nos muestran a Toño luchando con sus fantasmas.
Muy diferente es el caso de Chicama del director trujillano Omar Forero, quien ya venía destacando con su película anterior “El ordenador” en el último Festival de Lima Independiente. Forero maneja un estilo minimalista que apuesta por actores no profesionales o mejor dicho, actores de sí mismos, pues la pretensión del director es llevar a la pantalla la “vida real”, sin llamar la atención con un guión elaborado. En esa clave “Chicama” nos trae la historia de César, un egresado de Educación de una provincia de La Libertad que a falta de un puesto más atractivo, acepta ser docente en una escuela primaria ubicada en un pueblo de la sierra.
Es así como “Chicama” nos presenta de manera brillante al problema de la educación rural en nuestro país, si es que queremos verlo así. Profesores ausentes por periodos y cuando presentes imparten lecciones caducas a niños que las repiten de paporreta. Pero Forero no intenta hacer una denuncia, su presentación de las situaciones aparenta ser tan natural que lleva al espectador a sentirse testigo de una realidad.
Forero se las ingenia para plantear de manera sutil las diferencias entre la Sierra, representado por César, y la Costa de donde proviene la joven y extrovertida profesora suplente que hace un breve paso por la escuelita. Incluso el aparente enamoramiento de Cesar hacia la profesora está planteado a través de gestos mínimos que sugieren la resignación adelantada ante la imposibilidad de un amor entre ambos.