Tres miradas sobre el FIACID
Leny Fernández, Gabriel Quispe y Raúl Ortiz-Mory integraron el jurado del premio Apreci del Festival Iberoamericano de Cine Digital – FIACID, que finalmente decidieron otorgar a la guatemalteca Las marimbas del infierno. En el siguiente especial, comentan algunas de las cintas que compitieron o que vieron de las muestras paralelas en el reciente festival limeño.
El cine de Iván Fund (Leny Fernández)
Explicar el cúmulo de sensaciones que transmite el cine de Iván Fund, no resulta tan sencillo como parecen haber sido filmadas esas imágenes que entremezclan frescura y melancolía. Por supuesto, ese “parecen” solo puede ser una impresión engañosa, ya que pocas cosas pueden resultar más difíciles que captar la hondura de situaciones que aparentan ser mínimas, que no requieren de enrevesados parlamentos o de frases entonadas con gravedad. ¿Cómo se logra eso solo con una cámara? ¿Cómo Fund consigue “los momentos”, esos que tal vez solo pueden estar formados por leves gestos en medio del silencio?
Estas preguntas no están de más cuando vemos en pantalla a personajes que desde la ficción se filtran en la realidad confundiéndose con otros sí existentes – personas con problemas y dilemas verídicos- para torcer el guión que había sido trazado. Un guión que dada la delgada línea entre documental y ficción, alcanza infinitas posibilidades ante lo inesperado. Así sucede en Los labios (2010) -la segunda película de Fund, dirigida junto a Santiago Loza- en que el producto de la interacción entre las actrices que fungen de asistentas sociales y los pobladores de las provincias que visitan, siempre está cubierta por la expectación, por no saber qué drama cotidiano hallaremos tras las puertas de esa Argentina rural. La cámara toma primeros planos de esos rostros y nos hace parte de su sincero pesar por una batalla que sienten estar perdiendo. Es la lucha por el futuro en un mundo que los aplasta, que se engulle sus preocupaciones y las transforma en estadísticas que solo cuentan en el papel.
Ciertamente, esa tristeza que irradia algunas secuencias de su cine, no descarta la frescura que mencionamos en las primeras líneas. Las situaciones y diálogos van mutando de acuerdo a las emociones repentinas, según el derrotero de las acciones, sin la aprensión de plegarse a las líneas. La vida discurre simple y cercana, por lo que la alegría se presenta genuina en esos estallidos que nos trasladan ahí mismo, ya sea a una prueba de vestidos en un taller de costura o a un bar pleno de risas y melodías cantadas a capella. La cotidianidad también se filtra con sus silencios, que colaboran en nuestro intento por desentrañar la consciencia de aquellos protagonistas que no lo cuentan todo. Fund captura instantes de existencia, sin conclusiones al estilo convencional. En Hoy no tuve miedo (2011), lleva esa premisa más lejos, mostrándonos a los actores fuera de los personajes que acompañamos en sus 60 minutos iniciales; y a otros más que adivinamos reales, siendo ellos mismos en reuniones de un equipo de filmación y los bailes de madrugada.
Podemos decir entonces, que no hay verdaderos finales en el cine de Iván Fund, pues sus historias continúan allá afuera, por más que se enciendan las luces y se abandone la sala. Sus personajes -esos anónimos que se suelen perder entre la masa-, siguen con sus existencias mínimas en algún rincón de Entre Ríos, y, sobre todo, permanecen en nuestra memoria, vitales desde su sensibilidad.
Construyendo retratos (Gabriel Quispe Medina)
En el Festival Iberoamericano de Cine Digital, organizado en Lima en febrero de 2012, me interesaron especialmente dos documentales peruanos, de distinta temática y factura: Choleando, de Roberto De La Puente, y Lima Bruja. Retratos de la música criolla, de Rafael Polar, y una entrañable película argentina que también juega con el afán de “documentar”, El ambulante, de Eduardo De La Serna, Lucas Marcheggiano y Adriana Yurcovich.
Choleando es un análisis que se pretende exhaustivo de una de las taras de la sociedad peruana: el racismo. Pasa revista a una serie de episodios, aprovechando entre otros unas declaraciones insólitas del ex presidente Alan García, sobre la tristeza congénita de los peruanos, dadas durante su segundo gobierno. De La Puente busca contraponerlas a la mirada fresca de dos jóvenes protagonistas que conducen el relato, le hablan a la cámara, recogen testimonios de diversos personajes, como artistas, periodistas, analistas e investigadores en general, que disertan sobre la complejidad de la práctica discriminatoria que ocurre en el país. Hay buenos pasajes y el tema se desarrolla prometedoramente, pero el documental cae en la redundancia, se hace muy largo y termina pareciendo una obra de laboratorio, es decir excesivamente dependiente del tema, lo que afecta su resultado expresivo.
En cambio, Lima Bruja. Retratos de la música criolla es, como su nombre lo indica, una incursión reveladora en el mundo de la tradición cultural que, básicamente desde inicios del siglo XX, ha formado parte indispensable de la identidad limeña y peruana, conservando ídolos, lenguajes, leyendas y procedimientos de raigambre popular. Polar explora en los viejos barrios criollos y encuentra a una gama de exquisitos cultores de perfil bajo, que han convivido con personajes más célebres, compañeros al fin y al cabo, pero que han estado ajenos a la fama del espectáculo profesional. El director se toma su tiempo para hallarlos, presentarlos y aproximarse a sus recuerdos y talentos incólumes, hasta que el público se pregunta cómo es que tanta virtud y tanta pasión artísticas han pasado ocultas para las multitudes en el transcurso del tiempo. Es un bello documental que descubre una Lima que, a pesar de todo, no se ha ido.
Por su parte, El ambulante muestra a un viejo cineasta de la vida real, Daniel Burmeister, cuya filmografía está nutrida de alegres expediciones al interior de pueblos alejados de la Argentina. De La Serna, Marcheggiano y Yurcovich logran acompañar con naturalidad y bonhomía documental al filmmaker artesanal que regresa a la aldea donde ya había hecho antaño una película que todos recuerdan con gratitud. Burmeister, que delante de cámaras, conversador e hiperactivo, aporta un timing notable a la narración, emprende rodajes sencillos, dotados de escasa logística, sencillez argumental y emotiva interpretación y co-realización de los lugareños que lo reciben con los brazos abiertos. El trío de jóvenes realizadores se mimetiza con él, en una puesta en escena que parece disfrutar a cada paso de la espontaneidad y la captura de los detalles. A partir del artificio más transparente, queda la imagen del cine como articulador de lazos comunitarios, y vehículo de memoria colectiva.
El ambulante: estampa de un cineasta artesanal (Raúl Ortiz-Mory)
Daniel Burmeister es un cineasta poco convencional. Recorre con su Dodge destartalado los pueblos del interior de la Argentina con la finalidad de rodar películas donde los actores son los mismos habitantes de las comunidades a las que llega. Hace de director, camarógrafo, montajista y hasta de actor. Un todoterreno que a sus 67 años solo piensa en seguir filmando de la manera más independiente posible: con franciscanas subvenciones, tecnología rudimentaria y actores improvisados. Su pasión por el cine es lo único que tiene.
El ambulante es un documental que narra la vida de Burmeister en paralelo con la realización de una de sus peculiares películas. Una delicia de los directores argentinos Eduardo de la Serna, Lucas Marcheggiano y Adriana Yurcovich, que ha sido galardonada en festivales de América y de Europa.
Daniel Burmeister no es Ed Wood, aunque muchas veces su figura es comparada con la del director americano considerado el peor realizador de la historia del cine. Burmeister es más genuino, no tiene aires de grandeza y es un convencido de que sus películas están llenas de fallas, pero no le importa. Toma cinco guiones de su propia autoría y los ejecuta por los pueblos de Córdoba, La Pampa y Buenos Aires, llegando a tener un éxito singular. Es decir, repite sus películas con actores distintos, todos del pueblo al que llega y, una vez terminado el producto, organiza tres funciones para que los mismos habitantes se vean: un registro del pueblo interactuando y divirtiéndose; nada que ver con una estampa histórica o solemne. Los orígenes puros del cine: divertir y no aburrir.
El ambulante es la parábola de un peregrino que se deja llevar por la pasión. Es la muestra del individuo con ideales de libertad. Es la fuerza de un hombre que, a pesar de la adversidad, no se sienta a esperar, resuelve con buen humor y de forma práctica cualquier problema. De la Serna, Marcheggiano y Yurcovich dibujan un retrato emotivo y sincero, sin ánimos de heroicidad, que empuja al espectador a ponerse en los zapatos del protagonista y pensar que la voluntad es más grande que los deseos.
Los directores posaron sus miradas en un hombre que parecía desvariar cuando proponía a las autoridades del pueblo al que arribaba para hacer una película a costo de alimentación y de un lugar para dormir. El documental comienza con dicha propuesta y muestra el trabajo de filmación, montaje y el estreno de Matemos al tío. Los directores eligen la mejor, y creo que única, manera de contar esta historia: seguir a Burmeister en la grabación de su filme de comedia que dura un mes, salpicando datos biográficos contados por él mismo.
El ambulante tiene un aire épico y hasta de western. Es el outsider que llega a un pueblo y solo se marcha una vez cumplida su misión. Es el eje transformador de una colectividad que nunca hubiese pensado ser parte de un proyecto artístico. La empatía del director con los pobladores es uno de los puntos más representativo del documental. Quizá la fuerza emotiva que corre en los 84 minutos no sería tal si la personalidad de Burmeister no rebozara de carisma. Escenas como avisarle a cualquiera que se le cruza por la calle para que forme parte del elenco porque “en algún lugar del corazón todos tenemos espíritu de artista”, o cuando dirige una de una boda en medio de risas y ocurrencias, son ejemplos de naturalidad.
La magia del cine no solo se circunscribe a Hollywood, los festivales europeos, las citas independientes o el cine de autor. La fantasía de la pantalla grande tiene como pilares a hombres como Burmeister, apasionados, infrenables y comprometidos, y también a documentalistas como de la Serna, Marcheggiano y Yurcovich, que apostaron por la historia de uno de los más entrañables personajes de la historia del cine latinoamericano.
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