Tres miradas al cine peruano del Festival Lima Independiente II
Diego Cabrera, Andrés Mego y Raúl Ortiz-Mory integraron el jurado del premio APRECI a la mejor realización nacional en competencia de la segunda edición del Festival de Cine Lima Independiente, el cual finalmente recayó en El ordenador de Omar Forero. En la siguiente nota, comentan in-extenso algunas de las cintas que concursaron en dicha sección.
Diego Cabrera
Quizá el principal problema con el que tuvo que lidiar la Asociación Peruana de Cineastas Independientes al momento de seleccionar las películas nacionales que formarían parte de la competencia oficial de la segunda edición de Lima Independiente, festival de cine que por segundo año consecutivo organizan, fue mantenerse fiel a su propuesta de valor: “promover un cine independiente, sostenible, diverso e innovador”.
Y es que al margen de lo discutible del rótulo “independiente” y “sostenible” (casi todas las películas peruanas lo son, incluso las que se estrenan comercialmente), para nosotros, la mayoría de obras que conformaron la sección no nos resultaron novedosas ni diversas. Por el contrario, nos parecieron remedos desafortunados del trabajo de autores independientes consagrados, como David Lynch y Jim Jarmusch, o de culto, como Jonathan Caouette’s; o propuestas excéntricas en cuyos argumentos no encontramos ideas claras o conceptos verdaderamente creativos. Entre las trece películas nacionales en competencia solamente encontramos tres que sin ser extraordinarias son dignas de destacar:
El documental Autorretrato sonoro de Manongo Mujica parte de una cita de Jorge Luis Borges donde se plantea que el autorretrato puede construirse a partir de una acumulación de elementos ajenos. El realizador intenta encontrarse a sí mismo a través de un medio que no le es del todo ajeno (a lo largo de su carrera ha musicalizado algunas películas): el cine. Así, el músico peruano compone una obra que le rinde tributo a la naturaleza en general y a la suya -y a la de su país- en particular. Mujica intercala imágenes de elementos de la naturaleza (el cielo, las aves, el mar, la arena, el desierto) con imágenes relacionadas con su naturaleza artística (tarolas, bombos, colegas disfrutando ‘en silencio’ de una jarana criolla o niños bailando al son de ritmos afroperuanos) para dibujar un paisaje sonoro donde las dos conviven en inusitada armonía por noventa y cinco minutos.
AM/FM también está centrada en la música, aunque su tono es menos experimental y más ligero. Se trata de la cuarta película de Rafael Arévalo, realizador que goza de cierto prestigio en el circuito “independiente” por el carácter bizarro de sus historias. Esta última, sin embargo, debe ser su obra menos audaz pero también la más sólida narrativamente hablando. Compuesta por cuatro cortometrajes, la cinta es un homenaje a aquellos que de una u otra manera viven por y para la música. Una reportera de radio y un cantante de beatbox que en medio de una entrevista pierden la voz sin explicación aparente (Ausencia); el representante de una banda cuyos miembros se niegan a asistir a una entrevista radial porque han descubierto que sus canciones contienen mensajes subliminales (Mensajes); una adolescente capaz de hacer lo que sea para conseguir entradas para el concierto de su agrupación favorita (Fan); un melómano antisocial que solo le interesa la música y una chica a la que le cuesta abordar (Música) son los personajes protagónicos de una de las historias más entretenidas que hayamos podido ver en mucho tiempo en el cine peruano.
El ordenador en cambio es una cinta parsimoniosa, densa, lúgubre, reflexiva. Luego de un prologo en el que vemos a un hombre en medio de una consulta médica, el director inserta un intertítulo que pretende llamar la atención del público y activar el suspenso: “Este hombre sabe que va a morir”. Desde ese momento, el espectador se mantiene expectante esperando que se cumpla el destino de aquel desconocido personaje. Sin embargo, Forero opta por concentrarse en su cotidianidad en vez de en su anunciada agonía, en un presente monótono que, curiosamente, podría resultarle familiar a cualquiera. Pero también se enfoca en su pasado, en el reencuentro con sus raíces, en un paraje rural lejos del caos urbano en donde su madre recuerda episodios de su niñez. Así, los supuestos últimos días del protagonista se pueden convertir en meses, años, presente y pasado, todo al mismo tiempo, dependiendo del punto de vista de vista del espectador. Así, mientras esperamos ansiosos su desenlace, el momento en el que finalmente se produzca la acción, dejamos pasar la vida frente a nuestros ojos.
Mención aparte merece el documental El epitafio no me importa, la única película peruana que formó parte de la Selección Oficial Competencia Internacional. En ella el poeta y literato Alberto Ángulo Chumacero expone su humanidad por primera vez frente a una cámara (antes lo había hecho con frecuencia en el anfiteatro Chabuca Granda del Parque Kennedy de Miraflores, cuando recitaba sus poemas. El documental incluye escenas memorables donde vemos al vate siendo víctima del escarnio del público). Un filme testimonial donde el director narra la historia de su vida como si se tratase de un desahogo o de una regurgitación. Más allá de sus problemas técnicos y la mala calidad de la imagen, conmueve la manera en la que el realizador le confía a la cámara -y a través de ella a un grupo de desconocidos- su locura (está convencido de que existe una conspiración en su contra) y su fragilidad (la mujer que amaba, su “alma gemela” lo abandonó hace varios años, y él hasta ahora no puede recuperarse de esa decepción). Una obra que puede ser tildada de delirante y defectuosa, pero que merece ser recordada por su pureza y valentía.
Andrés Mego
Como miembro del jurado APRECI en la segunda edición del Festival Lima Independiente, tuve la oportunidad de conocer películas peruanas recientes que lo son a raja tabla, es decir independientes, libérrimas, desobedientes, desprolijas. He visto películas urgidas por derramar su contenido pero, con demasiada frecuencia, descreídas de la corrección técnica y por lo tanto incrédulas de que su difusión pueda ir más allá del vistazo distraído en Youtube.
Es una pena o será que la independencia de estas cintas es tal que lo son incluso de convenciones que uno creía “naturales” a la hora de comunicar visualmente. Así es, capturar imágenes en movimiento es una tarea que los artefactos digitales hacen espléndidamente. Podemos filmar mientras pensamos, filmar lo que pensamos. Entonces es comprensible que los autores digitales consideren inútil invertir tiempo en verificar si están escribiendo con “buena letra”, están absortos en la inmediatez de lo que está registrando o caso contrario pueden perder la inspiración.
En la muestra de competencia nacional se percibe esa decisión de no pedir permiso para existir, de que su auténtico impulso por expresión visual (sea este personal o colectivo, narcisista o activista) no sea frenado. No suelen pensar en el público, en su gestación no hubo ganas de caer bien (¿a quién finalmente?), por eso resultan exigentes, incluso a veces irritantes o extenuantes. Lo lamentable es que parte de esta exigencia es impuesta por ruidos involuntarios: registro sonoros deficientes, una cámara que se distrae en jugueteos, una edición indulgente, etc. Pienso que mucho se habrían beneficiado de una postproducción menos apurada y más dada al auto examen. Pero, en fin, alguien puede decir justamente que este es su encanto y que limarse las uñas es igual que cortarse las alas. A continuación, comentarios de tres películas que llamaron mi atención:
El epitafio no me importa: Autorretrato documental del poeta Alberto Angulo, un hombre solitario de 32 años, hipersensible, acusado de loco, desgraciado en lo amoroso y dotado de una gran inteligencia verbal que plasma en poemas herméticos. El documental es vehículo para la auto parodia y el narcisismo al mismo tiempo. Lo vemos recitar un poema en la calle, ser abucheado por el público y luego reaccionar con fastidio ante el rechazo. En una escena incluso el camarógrafo (no acreditado) no puede evitar perder el hilo y desvía su atención hacia una chica guapa sentada en una banca de parque, mientras Angulo, en una esquina del encuadre, habla sin cesar. Lo vemos leyendo sus textos densos ante la cámara, lo que nos deja algún pasaje de brillantez que logramos atrapar al vuelo. A pesar de lo extenuante que puede ser este documental por su insistencia en la verborrea y por su dejadez en el trabajo visual, al final logra pintar un personaje capaz de conmover: un excéntrico sin marcha atrás cuya mayor riqueza es su locura.
Apuyaya: Interesante documental ayacuchano de Juan Camborda que pretende mostrar las frivolidades, las tradiciones que delatan distinciones entre clases sociales, el afán comercial, la devoción popular y otros ingredientes que componen hoy la celebración de la Semana Santa en Ayacucho. Este documental logra captar la transformación de una ciudad, de la que nunca se habla mucho en Lima a pesar de todo, que por unos días al año se convierte en la primera opción del turismo, y lo hace mediante una fotografía esmerada con muchos aciertos. Sin embargo, la narración que la acompaña a veces resulta acartonada y quejosa. Hay una mirada conservadora que muestra con preocupación la frivolización de la Semana Santa, obligada a venderse como toda opción de entretenimiento para el turista. La crítica apunta a la hipocresía y la ligereza que se sirve como pretexto una fiesta de contenido religioso y tradicional. No obstante, el documental también describe cómo las tradiciones de la Semana Santa afianzan las marcadas diferencias de clase en la sociedad ayacuchana. “Apuyaya” un documental cuestionador que definitivamente merece mayor difusión.
En el 93: No tengo noticia de película más autocomplaciente. ¿O será su banalidad justamente una alerta contra el vacío? Quién sabe. Esta cinta se presenta como un collage de momentos de la vida cotidiana del protagonista (Carlos Benvenuto): un joven con aspiraciones de cineasta. Registros despreocupados de encuentros con familiares, amigos, una ex novia, etc, lo mismo da matar las horas en un lugar o en otro, solo o en compañía, nada inquieta a los cómodos personajes. Es como husmear entre los videos caseros de alguien. Fragmento tras fragmento, filmados con celulares algunos, poco sabemos del protagonista aparte de su deseo de convertirse en registro, de verse en la pantalla como quien se mira en el espejo. Tal vez hay algo más. Tal vez su impericia es destreza, por algo debe haber ganado una mención honrosa en este festival.
Raúl Ortiz-Mory
El ordenador muestra la historia de un hombre desahuciado que lleva su vida con una cotidianeidad inusual. De entrada, a través de un inserto textual, el director trujillano Omar Forero, avisa que el protagonista, Jorge, está condenado a morir generando expectativa y dejando que el espectador intente ordenar el sentido de la trama. Paseos en bicicleta por las ciudades de Trujillo, visitas a condiscípulos de una iglesia cristiana, actividades caseras como cabeza de familia y el encuentro con un amor platónico marcan las principales acciones del protagonista.
Hasta ese momento, quizá la mitad del filme, Forero no explica nada acerca de la influencia próxima que tiene la enfermedad en el desenvolvimiento de Jorge, lo que lleva a presumir que la marca de la dolencia es una carga que se arrastra sin carácter de prioridad. El protagonista sabe que ello lo arrancará del mundo y que dejará a sus pequeños hijos en la orfandad pero le da vuelta a la situación y los instruye para afrontar el futuro: los llena de responsabilidad sin ser severo.
Forero hace un tratamiento de la pérdida anticipada con paciencia de orfebre. No se precipita en mostrar acciones tensas ni en establecer conflictos forzados, ofrece el desarrollo de una vida mínima que se mueve por costumbres con escenas a cámara quieta y escasos diálogos. En el fondo Forero parece decir que no se debe pensar en las causas ni en las consecuencias sino que es el presente lo que vale. El director capta un momento en la historia de su personaje para lanzarlo a un ruedo del que sale airoso sin que sea obligado a ser visto con lástima. Hasta ese momento, la primera parte de historia.
El quiebre del tono que imprime Forero a su película se define por la actitud del protagonista y el cambio de locación. La segunda parte de El ordenador se caracteriza por trasladar los hechos de la ciudad al campo y envolver a Jorge en un halo contemplativo, una especie de búsqueda de sus recuerdos por los lugares donde creció y las personas que lo conocieron, sobre todo de su madre. Es recién en este segmento que Forero maquina un curso filosófico para su personaje. Si en la primera parte – ligada a lo urbano – todo pasaba por observar y registrar lo que Jorge hacía y cómo lo hacía, en la segunda – relacionada a lo rural – el director invita a explorar cuestiones íntimas como la infancia y los años más felices de nuestras vidas. La urbe es lo caótico y monótono, mientras que lo rural es lo reflexivo y lo sosegado.
El desenlace de la historia -con Jorge caminando en el horizonte- refuerza la idea de que el realizador quiso mostrar acciones que no debían llegar a una solución concreta, como se podría imaginar si nos remitimos a la explicación inicial de que el personaje morirá de todas maneras. No se trata de una historia inconclusa pero sí de un final abierto que deja interrogantes a resolver en las direcciones que desee el espectador. Se trata de que uno mismo ponga la última ficha del puzzle donde al mirarnos quizá podamos hallar un espejo.
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