Acerca de la crítica

El crítico Mario Castro Cobos, editor del blog La cinefilia no es patriota, rescata de la extinta revista digital argentina Otrocampo, un texto escrito por Fabián Beltramino*, acerca de la función de la crítica cinematográfica.

Entre los múltiples significados que pueden asociarse al término crítica, además de aquellos que apuntan a una definición de campo (la crítica como el conjunto de los críticos) o al consabido arte de juzgar, de emitir juicios u opiniones acerca de la belleza o verdad de las cosas (pertenezcan éstas tanto al mundo del arte como al universo de la vida cotidiana), uno resulta sumamente inquietante, y es aquel que tiene que ver con el concepto de censura, más precisamente con la actividad del criticón (entendido a la vez como adjetivo y sustantivo), es decir, con aquel que todo lo critica, quien permanentemente encuentra motivos para reprobar o corregir el resultado, el producto de algún proceso configurativo. En este sentido, el juicio del crítico aparece siempre como negativo, siempre apuntando a señalar lo que falta o lo que podría haber sido realizado de mejor manera. Es sin dudas la figura del detractor la que mejor se ajusta a semejante descripción, quien en el mejor de los casos puede ser caracterizado como el perpetuo adversario, el siempre disconforme, y en el peor como mero maldiciente e infamador.

Proponer hoy una crítica de tipo adorniano implica, de alguna manera, asumir ese destino de inconformismo en lo que tiene de perpetuo señalamiento de incompletud, de permanente puesta en tensión entre lo evidente y lo no evidente, de lo que está con lo que por definición no puede estar en la obra pero que al mismo tiempo consiste en aquello hacia lo cual ésta no puede dejar de tender. Así, se trata de una crítica de lo afirmativo en pos de encontrar en lo negativo el máximo acercamiento a una instancia de conocimiento verdadero. Se trata de hurgar en las huellas, en las cicatrices, de señalizar con precisión los fracasos para dar forma a lo que falta a partir de lo que hay, que de ninguna manera es lo que cuenta.

Craso error el de la crítica que se afana y trabaja exclusivamente sobre los méritos o deméritos de lo producido, que clasifica en géneros más o menos estancos y califica con números o estrellas el resultado de una actividad configuradora como si en eso consistiera su fin último, como si el análisis de las características del producto fuera lo que cuenta y no apenas el momento inicial de un proceso mucho mayor, apenas si una base de lanzamiento, la posibilidad de una apertura hacia esa dimensión de sentido que se abre siempre más allá de los límites de la obra.

La crítica más habitual, de tipo periodístico, muerde el anzuelo de la apariencia de lo configurado, de lo evidente, de lo positivo, y parece no poder escapar de esa trampa. En el mejor de los casos intenta una lectura, el esbozo de un gesto en el que se advierte la percepción de que hay algo que excede lo dicho por el texto mismo. En el peor, apenas consiste en un tartamudeo, en la (deficiente) repetición explicativa de lo evidente, de lo que está ahí y no necesita de ella. Pocas veces esta clase de crítica va más allá. Pocas veces se anima en el territorio que comienza en los confines de lo configurado, en las inseguras tierras de lo que se dice al decir (que nunca es lo dicho).

Señalar lo que falta, dar cuenta de la incompletud esencial de toda obra, marcar la dirección que sigue aquello que permanentemente se escapa desde lo aparentemente detenido y fijado para siempre; dejar de hablar de la apariencia para hablar del sentido, dejar de ocuparse de lo expresado para ocuparse de la expresión, ir de lo expuesto a lo latente, he ahí la misión, el porvenir, el salto cualitativo que es dable esperar de una crítica en estado de madurez.

Es claro que hablar de crítica en el sentido mencionado implica abandonar el terreno de la opinión subjetiva y del comentario para entrar en el de la reflexión filosófica, única vía para dar con la solución al enigma que cada obra propone como clave, como cifra de contenido de verdad. Es dicho carácter enigmático, precisamente, el que funda la carencia con la que carga todo contenido o expresión positiva de cualquier campo de actividad artística. Carencia que determina, a su vez, que toda obra esté a la espera de su “interpretación”. Y he aquí la clave del dilema. De eso se trata. No de valorar, de poner en relación unos productos con otros como si se tratara de comparar el rendimiento de autos de competición, sino de interpretar, de poner en relación lo latente con lo manifiesto.

Lo dicho no intenta afirmar que en toda obra resida un enigma de igual índole ni que toda obra posea un contenido de verdad (por otra parte histórica y socialmente variable, no ontológico). Desentrañar, aclarar, marcar la diferencia entre obras que están más cerca o más lejos de ese contenido es la tarea de la crítica. Abandonar la obsesiva descripción de los rasgos de lo producido por la necesaria reflexión acerca de la clase y la calidad del contenido verdadero que es susceptible desentrañar a partir de ellos. En palabras del propio Adorno: “Nada se comprende si no se comprende su verdad o su falta de verdad”. (1).

Aquella crítica que se limita a describir y señalar los mecanismos constructivos y significantes puestos en juego en la obra va (sin querer y sin saber) matándola poco a poco, sumergiéndola en su propia tautología. Yendo a un extremo sería posible decir: dar cuenta de lo que está es dar cuenta de, cada vez, menos que lo obvio.

Si bien Adorno alude a la relación entre el fracaso técnico y falta de verdad, no alcanza (no debería alcanzar) para la crítica el hecho de dar cuenta de méritos o desaciertos en ese nivel; en todo caso, el señalamiento de las falencias no se justifica más que con relación a la justificación de una carencia mayor, aquella que tiene que ver con la dimensión trascendente del arte. Por otro lado, el elevado rango técnico, factual, puede muchas veces conducir con más prestancia a la falsedad (función ideológica del arte en tanto imagen deformada pero, a partir de tal solvencia, fascinante) que a la verdad.

Precisamente con relación a esa dimensión de engaño surge la única posibilidad de una manifestación positiva del contenido de verdad: “La perfecta exposición de una falsa conciencia es el nombre único para el contenido de verdad”, dice Adorno (2).

Así es como la imagen más noble del crítico vuelve a ser la del criticón: la máxima lucidez consiste, entonces, en advertir frente a cada obra la talla de su fracaso: destino trágico del arte y, a la vez, del decir sobre el arte.

Si la crítica no despliega la obra, sino considera aquello que la sobrepasa, si no se esfuerza en extenderla más allá de sus límites entonces fracasa, incumple su tarea principal y se limita a sí misma al limitar con un cerco infranqueable aquel objeto que debería ser, apenas, el punto de partida de un largo recorrido hacia las significaciones profundas.

Nota:

1. Adorno, Theodor W. (1970): Teoría estética, Barcelona: Orbis, 1983, p. 172.
2. Op. Cit. P. 174

(*) Artículo inicialmente publicado en Otro campo. Estudios sobre cine, nº7


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