27 Festival de Cine en Guadalajara: Una renovada línea ecuatorial (José Romero)

La reciente edición del Festival Internacional de Cine en Guadalajara puso su atención sobre los nuevos rostros e historias del Ecuador.  Si bien no tiene una industria cinematográfica al mismo estilo de Argentina y Brasil, lo que sí pudimos observar en esta muestra en que hay un puñado de directores jóvenes que abordan los temas del vecino país sudamericano de hoy,  los que necesitan ser tratados y difundidos.

El cine ecuatoriano ya tiene un camino plenamente identificable, en los que ya se puede distinguir una huella de identidad, una voz que ya se está haciendo sentir en los festivales de cine de la región. Un hecho fundamental en el auge del cine ecuatoriano está en la Escuela San Antonio de los Baños de Cuba, ya que algunos de sus directores se han formado en sus aulas y otros en Estados Unidos y Europa. Ello les ha dado una mirada distinta, una que es mucho más internacional, que ahora les permite afrontar la realización con una apertura emocional que escapa de las fronteras.

La muestra estuvo conformada por ocho largometrajes, entre documentales y ficción. De ellos vimos algunos y de los más interesantes, por uno u otro motivo, escribiremos a continuación.

Abuelos (Carla Valencia Dávila): Su primer largo documental nos la revela como un talento a seguir, este trabajo es la indagación por la memoria familiar, por los ancestros  que nos legaron tanto y del cual sabemos realmente poco. Valencia Dávila sigue una línea frecuente del documental reciente como es el de la investigación familiar, al mismo estilo de Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo (2008).  Aquí va en busca del recuerdo de sus abuelos: Por un lado, está el abuelo chileno, Juan Dávila, activista comunista y miembro del partido de Salvador Allende. Un hombre muy comprometido, que luego del golpe de estado de Pinochet, en 1973, fue capturado y enviado a un campo de concentración clandestino. Allí fue fusilado y arrojado a una fosa común. La otra historia es la de su abuelo ecuatoriano, Remo Dávila, un entusiasta médico autodidacta que curó a muchos y cuyo máximo anhelo era lograr la formula quimérica de la inmortalidad.  Todo se inicia con una voz en off, unas fotografías (que luego serán otros objetos personales) de los abuelos y los testimonios de sus propios padres, y entre ellos se da un permanente dialogo, cálido y enternecedor, que es espejeado constantemente por imágenes duras e inevitables, como el de una fosa común. Valencia Dávila nos habla sobre aquella dualidad que está siempre presente en toda existencia humana, la vida y la muerte, la belleza y la crueldad y es sobre este postulado que cimenta la de su historia familiar. Entre Chile y Ecuador, se dan imágenes paralelas y la voz de la propia directora le imprime una sentida emotividad, como si estuviera leyendo un viejo y extraviado diario familiar. Valencia Dávila entrelaza el desierto chileno con la vegetación exuberante del Ecuador. Agua  y aridez son parte de un mismo retrato familiar, de un mismo árbol genealógico que insólitamente tenía en sus dos extremos a dos seres aparentemente tan opuestos.

En el nombre de la hija (Tania Hermida): El 2006 tuvimos oportunidad de apreciar una de las más agradables operas primas de esta parte del continente: Qué tan lejos (2006), y como es frecuente por estos lares, el levantar un segundo proyecto le tomó otros años más. En el caso de Tania Hermida, la expectativa personal por ver más de su cine quedo gratamente satisfecha. En el nombre de la hija parte de una historia original de la misma directora y guionista. En 1976, en un valle andino ecuatoriano, Manuela, una niña de nueve años y su hermano menor Camilo, pasan vacaciones en la hacienda de sus abuelos.  Se trata de la lucha de la niña por mantener el nombre de su padre y evitar la imposición de la abuela que pretende llamarla por el nombre de Dolores, nombre que ha permanecido por generaciones entre las primogénitas de la familia. Esta rebeldía es también la defensa de los ideales de un padre ausente y de los ideales por los que luchan sus padres. En ese sentido, el filme de Hermida tiene una postura claramente anti-conservadora y anti-dogmática, sobre todas aquellas ideologías que dominaban, casi feudalmente, aquellas haciendas en la década de los setentas. Esa polarización de pensamientos políticos, puesta en boca de niños menores de diez años, puede resultar inverosímil para cierto sector de los espectadores pero se trata sin duda de una de las más atrevidas fábulas infantiles que hayamos visto pues narra y reflexiona sobre tiempos convulsionados la historia ecuatoriana reciente y al mismo tiempo, mantiene un estimable tono de comedia costumbrista.

Esas no son penas (Anahí Hoeneisen y Daniel Andrade): Este trabajo data de 2007, y trata sobre la reunión de cinco amigas quiteñas, que han dejado de verse por catorce años. Tras la imagen reconfortante que cualquiera pueda imaginarse, se esconde un sentido retrato de la clase media y en especial de la mujer urbana ecuatoriana. A pesar de lo forzado de algunas de sus situaciones, es válido el empeño de la dupla Hoeneisen – Andrade por ofrecer una opción fílmica distinta a la que predomina en las multisalas y a decidirse por narrar historias íntimas mucho más frecuentes y dolorosas de lo que imaginamos.

Pescador (Sebastián Cordero): Fue interesante apreciar en un mismo evento la opera prima de Cordero -Ratas, ratones y rateros (1999)- que formó parte de la muestra y su más reciente trabajo que estuvo seleccionado para competir en la selección de Largometraje Iberoamericano de Ficción. Doce años han trascurrido entre su debut y su cuarto trabajo Pescador (2011), y entre ambos  ya es posible reconocer signos de un estilo. Sus historias tienen una enorme carga de humanidad y sus protagonistas están cargados de mucha dualidad. La conciencia siempre está a punto de traicionarles y su complejidad emocional rehuye de toda clasificación y, lo que es mejor, no permite el mínimo atisbo de previsibilidad a nivel narrativo. Su última película es como una vuelta atrás, un homenaje a  la película que lo hizo reconocido internacionalmente pero no por ello se trata de la mejor cinta que haya realizado hasta el momento. Pescador se inscribe en el subgénero de la road movie para contar una historia real sucedida en un pueblito costeño ecuatoriano. De improviso, un día aparece un bote varado en la orilla y en su interior, bajo los tablones se esconde una millonaria carga de cocaína; el pueblo se la reparte (todo esto durante los créditos) y entonces seguimos la historia de uno de ellos, Blanquito. Un pescador de treinta años que aún vive con su madre, decide darle vuelta a su destino y escapar. Así lo seguimos por el interior del Ecuador. El trayecto por vender la droga le redefinirá la vida, además de la pérdida de inocencia en todos los sentidos imaginables, pues el ingreso a un mundo desconocido e implacable se encargará hacerle notar una y otra vez que aún no está preparado para jugar en las grandes lides de la vida urbana.  Cordero acierta profundamente en esa incursión al Ecuador de nuestros días, que es geográfico y emocional al mismo tiempo;  que es triste, absurdo y esperanzador como la aventura de este entrañable pescador.

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